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Con su proteccionismo, Trump pone al mundo al borde del pánico

El pacto sellado durante el mes pasado por Donald Trump y Kim Jong-un ahorró por ahora al mundo una desgracia de proporciones inusitadas. Pero a cambio de haber logrado un clima de distensión en el terreno político y militar, el presidente estadounidense metió el dedo dentro del avispero comercial y desató durante los últimos meses un furor arancelario que inquieta a la economía global.

El actual mandamás de la Casa Blanca está convencido de que el déficit comercial que tiene Estados Unidos con la mayoría de sus socios comerciales es consecuencia de un trato injusto hacia su país; de ahí la agresiva política arancelaria que decidió llevar a la práctica. La Unión Europea, Canadá, México, China y Rusia son sus principales motivos de desvelo.

La administración Trump está urgida por la necesidad de reducir el déficit comercial estadounidense y proteger el aparato productivo y los empleos de su país.

Pero tratándose de la economía más grande del mundo, es inexorable que el solo hecho de amagar con drásticas medidas proteccionistas provoque malestar en los mercados internacionales, con distintas consecuencias en las economías de cada país según su grado de vulnerabilidad. Argentina, se sabe, es uno de los casos más inquietantes.

Todos los países que, en mayor o menor medida, tienen al enorme mercado estadounidense como uno de los principales destinos de su producción debieron levantar la guardia. Pero la larga cronología de golpes, contragolpes, marchas y contramarchas en materia arancelaria muestra, en lo que va del año, a Estados Unidos y a China como principales contendientes.

La obsesión de Trump con los chinos tiene un fundamento de mucho peso: el 70 por ciento del déficit comercial de Estados Unidos llegó a estar vinculado a las operaciones con el gigante asiático. En 2017, esa situación representó nada menos que un saldo en rojo en la relación bilateral de 372.200 millones de dólares.

Desde mediados de la década de 1970, la economía norteamericana mantiene un casi continuo déficit comercial. Ese fenómeno tiene su explicación en un abundante consumo interno de productos fundamentalmente de procedencia industrial, motorizado por el “sueño americano de prosperidad” y financiado a fuerza de créditos.

El enorme apetito consumista de la sociedad norteamericana fue satisfecho durante las últimas décadas con un fuerte aumento de las importaciones, especialmente desde China y el sudeste asiático.

El problema para Estados Unidos es que sus exportaciones no encontraron una demanda interna igualmente sostenida en los mercados de esos países, lo cual contribuyó a profundizar el déficit externo en el comercio bilateral.

Pero la economía norteamericana tiene otro dilema: además de haber gastado más de lo que recibe, el valor del dólar se mantuvo históricamente fuerte debido a su estatus de patrón de cambio internacional y valor de refugio. Esa situación, técnicamente conocida como “apreciación del tipo de cambio”, encareció las exportaciones del país y provocó un exceso de ahorro de los socios comerciales de Estados Unidos.

Como los inversionistas internacionales han volcado esos ahorros en la adquisición de activos norteamericanos que son considerados confiables y con buenas perspectivas de valorización, el mayor fortalecimiento del dólar fue inevitable.

A la postre, el flujo de capitales externos para la adquisición de bonos de deuda pública, acciones y deuda emitida por empresas privadas, más la compra de inmuebles y la creación de nuevas empresas en el propio territorio de Estados Unidos, sirvieron para solventar la falta de ahorro interno de consumidores, empresas y del propio Estado.

Nada de lo detallado es poca cosa a la hora de justificar la falta de competitividad del comercio exterior norteamericano y un déficit comercial que, desde el año 2000, promedia los 535 mil millones de dólares.

La agenda económica de Trump, con recortes fiscales, desarrollo de infraestructura e inversiones en defensa para estimular el mercado interno, alimenta déficits presupuestarios más grandes y considerables estímulos fiscales, con el resultado de un dólar más fuerte, mayor demanda interna y más dificultad para poner en caja los déficits fiscal y comercial, justamente el problema que el proteccionismo agresivo busca subsanar.

La efervescencia arancelaria, sin embargo, no es el único dato por tener en cuenta a la hora de entender el actual desasosiego de la economía global provocado por Estados Unidos.

El alza de la tasa de interés dispuesta por la Reserva Federal, con la finalidad de poner bajo control una posible espiral inflacionaria a partir del robustecimiento de la economía norteamericana, absorbió capitales que circulaban en los mercados emergentes y eso ha puesto en apuro a varios países, entre ellos Argentina.

A todo esto, hay un dato que no se debe soslayar: hacia fines de 2017, la deuda pública total de Estados Unidos rondaba los 15 billones de dólares, lo que convierte a la más importante potencia mundial en el principal deudor del sistema económico global.

De esa deuda, 1,2 billones corresponden a bonos del Tesoro norteamericano que está en manos de China, nada más y nada menos que el mayor acreedor del país gobernado por Trump.

El peor castigo que podrían propinarles los chinos a los agresivos rivales americanos es la venta masiva de sus activos en dólares, lo que provocaría una caída vertical del valor de esa divisa. El problema es que esa medida extrema tendría un efecto bumerán catastrófico, porque China posee miles de millones de dólares en calidad de reservas internacionales en su banco central y las pérdidas que sufriría serían monumentales.

Con la cara pintada

Por definición, una guerra comercial se desata cuando un país inicia acciones para restringir la entrada de uno o varios productos de importación procedentes de otro país o de un conjunto de naciones, cuya reacción se traduce en medidas similares a manera de represalia.

Las acciones restrictivas incluyen suba de aranceles, cuotas de importación o, en casos extremos, la prohibición lisa y llana de entrada al país de productos de determinado origen.

El alcance de una guerra comercial va desde bienes hasta servicios, pero también le puede tocar al terreno de la propiedad intelectual: es necesario recordar que Trump acusa a los chinos de prácticas comerciales injustas pero también de “robar” propiedad intelectual de empresas norteamericanas. De más está decir que cuando un país afecta a otro con medidas que restringen la importación de determinados productos, es inevitable el “ojo por ojo, diente por diente”, por lo que es esperable la reacción china.

Hay dos grandes aspectos que no se pueden soslayar en medio del actual escenario beligerante que afronta el comercio mundial. El primero es el impacto en el ánimo de los inversores, cuyo termómetro son las bolsas de valores. El segundo, que es el más perceptible por parte de consumidores y usuarios, es el aumento de los productos que se comercializan internacionalmente.

El tembladeral que una guerra comercial desata puede conducir a la interrupción del flujo comercial y de las cadenas de suministros globales, con el consiguiente daño para las empresas que importan insumos y exportan productos. Un potente dato histórico lamentablemente ayuda poco a la atenuación del escepticismo: en los albores de la Gran Depresión, que tuvo efectos devastadores en la economía mundial durante toda la década de 1930, Estados Unidos subió los aranceles sobre la importación de productos agrícolas e industriales y provocó una reacción similar de otros países, situación que no hizo más que agravar la crisis.

Con semejante antecedente, pocos especialistas coinciden con Trump cuando asegura que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar”. Al menos no es eso lo que cree la directora del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, cuya opinión es que “en una guerra comercial nadie gana”. Para la actual responsable del principal organismo financiero internacional, un conflicto de estas características sólo traerá como consecuencia un severo perjuicio al crecimiento económico global.

Según distintos analistas, en la tensión comercial entre Estados Unidos y China se pone fundamentalmente en juego la supremacía tecnológica. No en vano Trump apunta sus cañones básicamente al sector tecnológico e industrial chino.

La estrategia denominada “Made in China 2025”, con la que el gigante asiático busca posicionarse como el mayor exponente en el terreno tecnológico dentro del sistema internacional regulado por la Organización Mundial de Comercio (OMC), es uno de los temas que más irritan a Trump. A la hora de ir hasta las últimas consecuencias, el flanco predilecto de los chinos para golpear a los norteamericanos es sin dudas el sector agrícola: provocar un perjuicio al segmento donde el magnate de la Casa Blanca es más fuerte electoralmente puede ser una represalia ejemplar.

Empresas preocupadas: El 69% no quiere guerra

Creen en el intercambio mutuo de inversiones.

La mayoría de las empresas estadounidenses en China está en contra de que se utilice la guerra arancelaria para ganar una mayor porción del mercado chino o para defender sus derechos de propiedad intelectual, según una encuesta de la Cámara de Comercio de EE.UU. Shanghai. Se trata de casi un 69 por ciento de un total de 434 encuestados. Sólo un 8,5 se muestra favorable y un 34 reconoce que el Gobierno chino mejoró las políticas hacia esas compañías.

Fuente: La Voz del Interior. La Voz del Interior