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Los interrogantes que despiertan los abusos

Como está ocurriendo en otros países, también aquí en Argentina, están saliendo a la luz casos de abusos sexuales a menores en el mundo del deporte.

Por los datos que se están haciendo públicos, se trataría de personas que se van dando ánimo para contar lo que les ha pasado, en algunos casos, hace años. Revelan abusos sistemáticos y también pactos de silencio y de encubrimiento.

Hace algunos meses, la versión española de The New York Times informó extensamente sobre una situación parecida en los clubes de futbol ingleses. Dos datos me llamaron la atención: los abogados que patrocinan a las víctimas de estos abusos son prácticamente los mismos que, en su momento, lo hicieron con las víctimas de los clérigos católicos y anglicanos. El segundo dato lo ofrecían los mismos abogados al señalar que, en los clubes encontraron el mismo sistema de encubrimiento que en dichas Iglesias.

Cuando uno se interna en el escabroso territorio de los abusos a menores, superado un primer momento de impacto emocional de bronca, asco y negación, algunas preguntas comienzan a tomar forma y buscar respuestas. No basta ni la indignación ni la mera punición de estos hechos. Se trata de comprender, lo más a fondo posible, ante qué problemática humana se está, su alcance, complejidad y causas. Se quiere comprender para prevenir, evitando, en la medida de lo posible, que nuevas víctimas se vean empujadas a ese abismo de dolor y daño que son los abusos a menores o personas vulnerables.

Una de las primeras preguntas que surge es esta: ¿qué ha ocurrido en la vida de un adulto para llegar a semejante nivel de deshumanización? Un adulto debería encontrar su adecuado partner sexual en otro adulto, de sexo distinto o de su mismo sexo. ¿Qué ha pasado en la vida de un adulto para que se convierta en depredador sexual de menores? ¿Por qué busca a menores o individuos vulnerables?

Es obvio que se trata de un delito que la justicia debe esclarecer y punir en todos los niveles de responsabilidad que quepan: penalizando con prisión a quien corresponda (victimarios y cómplices), pero también con sanciones civiles adecuadas a quienes no cumplieron con el deber de cuidar a quienes les habían sido confiados. Pero, ¿es suficiente sancionar penal y civilmente? ¿No hay que dar otros pasos que trasciendan la mera justicia punitiva?

Si se mira el problema desde la óptica de las víctimas, aparece con claridad que, a la insoslayable necesidad de punir a los culpables, se debe añadir una decidida e inteligente acción para ayudar a las víctimas a sobreponerse a las heridas causadas por los abusos. Algunos hablan de ayudarlas a salir del lugar de víctimas para que se conviertan en sobrevivientes de los abusos.

Otras preguntas han de inquietar a quienes luchan contra este flagelo. A la pregunta por el adulto hay que añadir otra: ¿Por qué, después del ámbito familiar, instituciones como la Iglesia, los centros deportivos, educacionales o el mundo de la salud, entre otros, han resultado fatales para que se den estos abusos? ¿Qué condiciones, en esos ambientes, son las que han hecho posible que personas vulnerables sean depredadas por los abusadores?

La experiencia que vamos teniendo en la Iglesia, inmersos como estamos en esta lucha contra los abusos sexuales, nos ha permitido comprender lo que muchos especialistas en el tema aseveran con claridad: el abuso sexual es, básicamente, un abuso de poder que, normalmente, ha comenzado con distintas formas de seducción, abuso emocional o afectivo que, en algunos casos, ha concluido con los gestos de naturaleza erótico-sexual.

La natural asimetría que se da entre un sacerdote y una persona que acude a él, movida por la confianza, puede transformarse en la ocasión para que, dadas algunas condiciones, se precipiten los abusos. Si el sacerdote en cuestión (o el entrenador de fútbol, el maestro o el profesional de la salud, por caso) tiene alguna predisposición para el abuso, y si la persona que acude a él está en situación de vulnerabilidad por alguna razón (la edad o la fragilidad emocional, por ejemplo), pueden llegar a darse esas condiciones que precipiten los abusos.

De ahí la inquietud: ¿Cómo se ayuda a una persona que, por vocación o profesión, tiene que hacerse cargo de otros, a gestionar el poder y la asimetría que supone toda relación de ayuda o cuidado de otros?

Pero no basta que se de este encuentro entre posible víctima y victimario. Los abusos normalmente suponen la presencia de terceros implicados que, pudiendo ver, oír y hablar, no vieron, no oyeron o no hablaron, o se negaron a hacerlo. Por eso, es imprescindible hacer un abordaje integral que ayude a sanear posibles sistemas abusivos. ¿Cómo se ayuda a abrir los ojos y los oídos para atajar situaciones abusivas o para generar conductas que favorezcan el cuidado de los más vulnerables? ¿Cómo se superan la lógica del silencio y del miedo?

Vuelvo sobre algo ya dicho: los abusos despiertan lógicas preguntas. Tenemos que mirar de frente el problema, sin atajos ni pánico moral. Menos aún con la despreciable hipocresía del que busca lucrar con el drama de los abusos, por ejemplo, con el rating televisivo. Es un problema que hiere a toda la sociedad y de una vastedad aterradora. Merece un abordaje acorde a el bien en juego: la vida de los más vulnerables.

La dura (y saludable) experiencia que está haciendo la Iglesia católica es que el trabajo fundamental pasa por centrarse en la víctima más que en el propio prestigio o el cuidado del buen nombre de la institución. Lo que está en juego en los abusos es el bien de las personas, su integridad y su vida, mucho más que la credibilidad de la institución que, como le ha pasado a la Iglesia, ve crecer en su interior estas formas de abuso.

Ojalá que todos los que estamos involucrados en esta compleja lucha, comprendamos que tenemos que trabajar en red. Es necesario escucharnos, aprender unos de otros y buscar cómo mejorar la calidad de los espacios comunitarios donde viven y crecen nuestros niños, adolescentes y personas en situación de vulnerabilidad. Esta es también una forma de pobreza que afecta profundamente a las personas y, a través de ella, a toda la sociedad.

Fuente: EVANGELIUM GRATIAE