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Sanfrancisqueños por el mundo: Hoy, Agustina Juárez

En esta oportunidad, quien comparte su historia con DIARIO SAN FRANCISCO es Agustina Juárez, una joven de 28 años  que reside actualmente en Nueva Zelanda.

Las circunstancias por las que decidió dejar la  Argentina estuvieron marcadas por una delicada situación que tuvo que atravesar. Es que Agustina tenía en sus planes casarse con su pareja desde hacía nueve años, quien repentinamente perdió la vida en un accidente vial. “Cuando él falleció con mucho esfuerzo yo había empezado a salir adelante, sentía que necesitaba encontrar un rumbo en mi vida nuevamente, ya que el amor de mi vida había partido antes y no encontraba nada que me ayudara a salir de ese duelo. Mi mamá, como tantos de los consejos que me dio y me sigue dando, me dijo que sería buena idea unirme a mis amigos Brenda y Alejandro, quienes planeaban recorrer el mundo”, recuerda.
Agustina escuchó las palabras de su mamá y preguntó a sus amigos si podía unirse a su viaje; ellos rápidamente aceptaron. “Me embarqué en un gran viaje lejos de todo, buscando encontrarme conmigo misma y volver a rearmarme como un rompecabezas, buscando paz, conociéndome a mí misma como persona individual, y aceptando lo que me había pasado”, agrega.

 

Junto a Brenda y Alejandro llegaron a Nueva Zelanda en septiembre del año pasado con el objetivo de obtener la visa “Work and Holiday”. Cuenta que para hacerlo, los postulados deben ingresar a un portal de internet un solo día al año a determinada hora, así que ella y sus dos compañeros de viaje se dirigieron a un cyber en Auckland, pero sólo Agustina logró completar todo el formulario para aplicar a la visa, ya que la demanda para obtenerla es enorme y eso provoca caídas repentinas en la conexión a internet. “Todos decimos que es cuestión del destino porque no depende de nada, ni de la mejor computadora, ni de la conexión a internet, sólo de lo que tiene el destino preparado para nosotros”, expresa.

 

Actualmente vive en la isla Waiheke, ubicada a unos pocos kilómetros de Auckland. Cuenta que es una isla pequeña con casi 8000 habitantes, donde la mayoría son neozelandeses. Pero que, desde hace unos años, muchos latinos -sobre todo argentinos-  coparon el lugar eligiéndolo como destino para  vivir y disfrutar de la tranquilidad, la paz y los hermosos paisajes que ofrece. “Es una isla cálida, con gente amable donde todos se conocen, y donde tienen un trato excelente con nosotros, los extranjeros. Tenemos autobuses pero lo que más usamos es hacer ‘dedo’ y la gente para  sin ningún problema y nos alcanza donde sea, aunque no vayan para el mismo lugar, y a cambio siempre piden que les contemos algo, de dónde venimos, qué hacemos acá, qué nos parece la isla, o piden que les enseñemos alguna palabra en español; a veces incluso ellos mismos nos comentan lo que saben de nuestro país. La gente acá es muy bonita, aunque no nos conozcan nos saludan, nos dan la mano, nos ayudan a encontrar casa y  trabajo, si necesitamos muebles o cosas para equipar nuestras casas ellos están ahí para ayudarnos”, relata.
Agustina está enamorada de la isla, de su gente y sus paisajes y dice que vaya donde vaya siempre se puede ver el mar, que a cada hora cambia de colores ofreciendo una vista mágica. Recuerda que las primeras palabras que le dijeron al arribar fueron “La isla provee” y para ella así fue, porque allí encontró un hogar, buenos amigos, un trabajo, y sobre todo la paz y la tranquilidad que su alma necesitaba luego de atravesar momentos muy duros. Hoy siente que Waiheke es su lugar en el mundo.

 

Para el cumpleaños de Agustina, en el mes de julio,, su madre y su abuela la visitaron.
En su último cumpleaños, en el mes de julio, Agustina recibió la visita de su mamá y su abuela.

 

Claro que añora a su mamá Cristina, a quien describe como una madre excepcional, a su hermana Paula, quien para ella tiene un enorme corazón y es “la chispita de la familia” y su gran compañera de vida, y también a su abuela Teresa, su confidente. “Somos una pequeña familia de mujeres fuertes, nobles y con corazones enormes y luchadores. Así nos consideramos”, asegura.

 

De San Francisco, extraña los tradicionales asados de domingo, el dulce de leche, las reuniones familiares, y las largas charlas en la calle cuando se cruza con algún conocido. Aunque asegura que al principio no hubo mucho tiempo de extrañar, porque todo era nuevo y sorprendente, con el pasar del tiempo fue dándose cuenta de que los lazos de amistad y familiares son irreemplazables, y agrega: “No sé si decir que es duro, pero cuando estamos lejos nos damos cuenta de que por más de que estemos rodeados de muchas personas e incluso amigos, estamos nosotros solos y el mundo, estamos solos para caer y levantarnos, dependemos pura y exclusivamente de nosotros. Y eso fue lo duro para mí, el darme cuenta de que acá estaba creciendo como persona, que me estaba reconstruyendo sola, de pies a cabeza. Pero con el pasar del tiempo me di cuenta de que era genial”.

 

Además, reconoce que debió aprender a ser más tolerante y a abrir su corazón a nuevas amistades, cuando tuvo que convivir con muchas personas en diferentes casas. Eso también la llevó a romper las barreras del idioma y a habituarse a las distintas costumbres, eliminando los prejuicios y volviéndose una persona más despojada de lo material. “Me di cuenta de lo diferentes e iguales que somos todos, al mismo tiempo. Que sentimos y pensamos, en algunas circunstancias, de la misma manera. Aprendí y me di cuenta de cuánto valoraba tener a mi familia y que fui muy afortunada en ser educada y que nunca me faltara nada, ni un hogar, ni un plato de comida, al ver amigos y compañeros de viaje y trabajo que no corrieron con la misma suerte. Y comprendí que puedo ser feliz con muy poco. A cuestas solo traigo algo de ropa, un diario íntimo como cuando era chica, algunas fotos de mi familia, de amigos, una vela que siempre enciendo cuando necesito meditar, y eso es todo, porque me di cuenta de que no necesito más, aprendí a despojarme de todo”, asegura.

 

Una de las anécdotas que recuerda es que, a pocos días de llegar a Nueva Zelanda, surgió la oportunidad de tener una entrevista para un puesto de trabajo en un restaurante, y la idea de enfrentarse a eso la aterraba; entonces sus amigos le hablaron durante toda una semana en inglés para que pueda practicar el diálogo para su entrevista laboral. Incluso una amiga francesa, Heloise, organizó rápidamente con el grupo del hostel donde se alojaban un almuerzo previo a la entrevista, y luego se ofreció a acompañarla para que se sintiera más tranquila. “Casi rompo en llanto, nunca imaginé que en tan poco tiempo alguien pudiera hacer eso por mí. Yo ya era grande, pero necesitaba de esa ayudita extra. Y así fue, fuimos a comer y a pocas cuadras me acompañaron Lourdes y Heloise a esa entrevista, y como llovía se quedaron abajo de un árbol esperándome y cuando salí y las vi ahí a las dos abajo de aquel árbol  me di cuenta de lo  afortunada que era a pesar de todo, de que no había barreras entre nosotras. No obtuve el trabajo  pero me llevo dos grandes amigas”, completa.

 

Agustina cosechó grandes amistades en este viaje, y disfruta cocinando para su gente.
Agustina cosechó grandes amigos en este viaje. En la imagen se la ve preparando una barbacoa junto algunos de ellos.

 

Pronto Agustina viajará a San Francisco para asistir a la boda de su mamá con Eduardo, su actual pareja, y según cuenta quiere compartir ese momento especial para ellos y “celebrar que no hay edad ni tiempo ni nada que impida que volvamos a creer en el amor”. Pero su idea es volver a armar las valijas en abril del próximo año, para viajar a Australia, visitar el Sudeste Asiático y luego establecerse en España. Lo que comenzó como una aventura ahora es para ella una forma de vida. “Tenemos que salir a explorar, el mundo es nuestro hogar y podemos decidir dónde vivir, y nada nos puede impedir el poder descubrirnos viajando. Es el mejor regalo que nos podemos hacer. Somos libres y el mundo está preparado para seguir siendo descubierto, por nuestros ojos y por nuestra alma. Yo aprendí que tenía que dejar que la vida me despeine, sentir que el sol iluminara mi cara, volver a reírme a carcajadas, y recuperar el eje de donde alguna vez me pude haber ido”, explica.

 

La historia de Agustina demuestra que es posible transformar el dolor que supone la pérdida de un ser querido en superación, y que se puede retomar el rumbo buscando nuevos propósitos para ser felices, aunque eso signifique tener que cruzar un océano. “Me alegra poder contar mi experiencia porque creo que muchas personas que pasaron por lo mismo pueden aprender algo de cómo llevo mi vida, ojalá a alguien le sirva leer ésto. Es muy difícil salir adelante, pero creo que el amor que nos teníamos fue lo que más fuerzas me dio, y soy partidaria de que con amor todo se puede. A veces es muy fácil dejarse caer, pero gracias a todo lo vivido acá estoy de pie, porque sé que él querría lo mejor para mí.  Nosotros teníamos sueños, y los estoy cumpliendo. Y mi mamá, que es la que me alentó a viajar, es lo más grande de este planeta. Me regaló unas alas enormes, me enseñó a usarlas y acá estoy, volando”, concluye.

 

Por Julieta Balari.-

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