Sanfrancisqueños por el Mundo

Sanfrancisqueño vio un aviso de trabajo en Internet y viajó al otro lado del mundo

Cansado de la rutina, de su trabajo como ingeniero y de una vida que creía que era incompleta, Gonzalo se embarcó en un país de Asia para realizar un trabajo para el que no estaba preparado.


En 2017 Gonzalo Velázquez (29) se recibió de ingeniero electrónico en la UTN de San Francisco. Sin embargo, al poco tiempo se sintió algo frustrado porque, cuenta, ya había logrado todo lo que podía lograr. Tenía un título bajo el brazo, un buen trabajo que le permitía mantenerse sólo y lo único que le quedaba en la lista era, quizás, endeudarse para comprar una casa, un auto o cosas que realmente no sentía que eran su anhelo.

“Sentía que estaba llevando una vida incompleta. Sentía que no estaba viviendo mis sueños, que se me escapaba la juventud laburando en una fábrica gris. Lo que más me aterraba era pensar que sí, de repente, tenía un accidente y me moría nunca iba a haber hecho nada más que estudiar, trabajar y gastar el dinero en cosas que no necesitaba. Quería tener una aventura, hablar otros idiomas, perderme en países que no conocía, tener una historia interesante que contar y nada iba a suceder si no cambiaba nada”.

Un aviso que llamó su atención

Durante su estadía en la facultad Gonzalo había tenido una beca para irse a estudiar a Alemania y ese viaje, cuenta, le abrió la cabeza a la hora de imaginar que podía vivenciar una experiencia en otro país, lejos de su San Francisco natal. Esa excursión europea le hizo darse cuenta que había mucho más mundo para descubrir.

Entonces, Gonzalo tomó la decisión de hacerle caso a su corazón y para noviembre de 2018 se metió a buscar páginas de Internet que ofrecieran voluntariados o distintas opciones para viajar y trabajar ya que, cuenta, no contaba con demasiado dinero como para hacer un viaje largo y mantenerse con ahorros. Hasta que encontró un aviso que decía “se busca profesor de Francés en Filipinas”.

A pesar de no saber francés y de nunca haber dado clases de nada, Gonzalo completó el formulario y del otro lado del mundo lo contactó Patrick, que tenía una escuela de idiomas en ese país asiático.

“Patrick me llamó a principios de noviembre del 2018 para tener una entrevista. Hicimos una videollamada, estaba muy feliz de hablar conmigo y quería saber qué idioma hablábamos en la Argentina. Le respondí que español, y me preguntó si estaba interesado en enseñarlo en su escuela utilizando el inglés como base para realizar las explicaciones necesarias. Nunca me preguntó si tenía experiencia o si sabía enseñar. Estaba tan feliz de que haya aceptado su oferta de trabajo que lo siguiente que me preguntó fue cuándo podía empezar”.

“Hubo días en los que me sentía un estafador”

Con ese intercambio tan positivo, a los pocos días Gonzalo buscó el vuelo más barato y el 9 de diciembre aterrizó en Manila, capital de Filipinas. Y a las pocas horas se trasladó a Davao, al sur de ese país, donde había sido contratado para dar clases de español en un instituto privado de idiomas.

“Al principio, fue raro. Hubo días en los que me sentía un estafador al que esa pobre gente le estaba pagando dinero para que un mochilero pretenda ser profesor del idioma que ansiaban aprender. Y esos días, generalmente, ponía un poco más de empeño para preparar mejor mis clases, para hacerlas más entretenidas, y darlas de la manera que a mí me hubiera gustado que me enseñaran. Por suerte, nunca me costó hablar en público y la mayoría de las clases eran muy básicas. Sólo debía enseñar números, colores, verbos y adjetivos más comunes. Así que en un par de semanas ya tenía un programa bastante sólido y podía ver cómo mis alumnos iban mejorando, eso me hacía sentir que algo estaba haciendo bien”.

Gonzalo, cuenta, trataba de hacer las clases divertidas y se esforzaba por invitar a participar mucho a sus alumnos, cuyas edades oscilaban entre los 8 y los 60 años. “Los hacía hablar, les contaba un poco de cómo era Latinoamérica, les pedía que me expliquen cosas de su país, siempre usando el español como excusa. Tenía una relación muy cercana con la mayoría de mis alumnos. Nos quedábamos hablando luego de las clases, los fines de semana generalmente ellos me invitaban a hacer planes, a comer algo y a tomar algunas cervezas. Y casi siempre terminábamos en una sala de karaoke. Los filipinos tienen una obsesión con cantar karaoke cuando están de fiesta”, recuerda, con una pícara sonrisa.

“Era una ciudad gris, sucia, con un tránsito horrible y llena de casas mal construidas por todos lados”

Más allá de destacar la calidez humana, las sonrisas y la predisposición para ponerse al servicio de los demás, con el correr de los días Gonzalo se fue dando cuenta que estaba viviendo en una ciudad “inmensa”, pero en la que no había mucho por hacer. “Me volvía loco la falta de parques o zonas verdes. Me frustraba salir a correr y terminar siempre haciéndolo al costado de las autopistas. Además, me molestaba un poco el hecho de que sin vehículo propio era muy difícil moverse de un lado para otro. Era una ciudad gris, sucia, con un tránsito horrible y llena de casas mal construidas por todos lados. No había rastro del paraíso tropical que me había mostrado Google cuando busqué `Filipinas`”.

¿Cómo hacía para vivir con 5 dólares por día?

Sin embargo, esa falta de esparcimiento no era el principal inconveniente al que se venía enfrentando Gonzalo desde que había puesto los pies en la ciudad de Davao. “Mi salario eran 10.000 pesos filipinos, me acuerdo que en esa época la conversión era fácil porque el peso argentino estaba aproximadamente en el mismo valor. Eran como 160 dólares por mes. Lo que redondeaba en casi 5 dólares por día. A pesar de ser el sudeste asiático y ser muy barato, 5 dólares al día no te alcanzan para nada. Prácticamente, vivía en la indigencia. Por suerte, mi empleador me había dado una habitación gratis para vivir, que era básicamente al lado del instituto donde enseñaba español. En la calle podía comer un plato bastante humilde de arroz y algún pedazo de pollo por uno o dos dólares. Así que comiendo dos veces al día ya estaba al límite con mis gastos. Salir a tomar una cerveza, recorrer una isla o quedarme en un hostel en otra ciudad, inevitablemente, iba a tener que recaer sobre mis ahorros, que si bien sabía que ese dinero estaba ahí, la idea era que sea sólo para emergencias. Mi viaje tenía que ser sustentable en el tiempo”, explica.

Otra vez atrapado en la rutina

Si bien el contrato de trabajo que había acordado con su jefe era por un año, Gonzalo terminó su viaje por Filipinas seis meses después de haber salido de la Argentina porque había llegado a un punto, dice, en el que estaba de nuevo en la rutina. “Ya nada nuevo me estaba sucediendo y, además, no estaba viviendo de manera sustentable. Básicamente, mis clases de español llegaron al punto en el que eran siempre iguales, ya tenía unas carpetas preparadas con las clases que mejores resultados me habían dado, entonces era simplemente repetir esas clases de memoria. También ya había recibido mi título de guía de buceo por lo que mis excursiones bajo el mar estaban terminando, y ya había recorrido la mayoría de los lugares a los que me interesaban ir. Estaba cayendo nuevamente en una vida con poco cambio, sin nuevas aventuras, y también, a lo largo de seis meses había inevitablemente utilizado gran parte de mis ahorros, ya sea en recorrer las islas de ese hermoso país, en salir a divertirme, o quién sabe en qué. Me vi forzado a enfrentar la situación de que si no tomaba una decisión, pronto estaría atrapado en Filipinas, sin la posibilidad de pagarme siquiera un vuelo para dejar el país”.

Gonzalo confiesa que la despedida de Davao fue bastante rápida ya que siempre suele tomar sus decisiones de manera muy impulsiva y sin dudar demasiado. “Mis alumnos me organizaron varias despedidas, me escribieron muchas cartas en español demostrando que después de todo no era tan mal profesor y me llenaron de regalos que, lamentablemente, no me pude traer por las condiciones de equipaje de las aerolíneas”.

“Siento que crecí mucho espiritual y psicológicamente”

Más allá de estas cuestiones puntales Gonzalo describe esta experiencia como una de las más interesantes que atravesó en su vida. “Tuve episodios muy buenos como el encontrarme con lugares paradisíacos, me enamoré del buceo, deporte que aún hoy, tres años después, sigo practicando cada vez que puedo. También pasé mucho tiempo solo y aprendí a estar a gusto con ello, siento que crecí mucho espiritual y psicológicamente. Siento que fue una experiencia necesaria en mi vida, que me cambió bastante, que calmó un poco mis ganas de no morirme sin tener una aventura, pero a la vez me mostró otra realidad, otra forma de encarar la vida, me sacó de mi mundo conocido, me vi forzado a inventarme de nuevo, a ejercer una profesión de la que no tenía ni idea ni me sentía cómodo haciendo, me expuse a situaciones en las que no estaba para nada cómodo, y eso me ayudó a crecer”.

Lejos de querer regresar a la Argentina, Gonzalo se subió nuevamente a un avión que lo llevó a Sidney (Australia) y en estos tres años que lleva viviendo en ese país pudo recorrerlo casi todo. Además, experimentó diferentes tipos de trabajos. Fue lavacopas, albañil, minero, chef y hasta trabajó con delfines en un santuario.

“No pienso envejecer en ningún otro lado que en mi Córdoba querida”

Además, en su tiempo libre aprovechó para escribir Vendo todo, me voy a la mierda, un libro que cuenta su historia desde que decidió dejar la Argentina hasta unos días antes de que empezara la pandemia.

Actualmente, se encuentra en pareja con una mujer argentina a la que conoció en un pueblito en la costa oeste, bien al norte de Australia. ¿Te gustaría volver a la Argentina? “Sí, no pienso envejecer en ningún otro lado que en mi Córdoba querida. Considero que estoy haciendo como una aventura, una experiencia, un viaje del que en algún momento me voy a cansar. Estar en constante movimiento es extenuante, además extraño a mi familia, mis amigos y a mi perro. No importa dónde me encuentre, me di cuenta que siempre termino gravitando hacia los grupos de latinos, fundamentalmente argentinos. Existe una química, un componente humano entre nosotros que es muy difícil encontrar naturalmente en las personas de otros países”.

Fuente: La Nación.