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A los 83 años, se recibió de bachiller con promedio de 9,80

Rosa Zaher (83) tenía una asignatura pendiente: completar los estudios secundarios. Se propuso saldar algún día esa deuda que había contraído en la adolescencia consigo misma –aunque no por decisión propia– y acaba de lograrlo: ayer recibió el título de bachiller que le otorgó el Instituto BAC.

Ese fue el establecimiento educativo que eligió cuando sintió que había llegado la hora de asumir el desafío para poner fin al desasosiego que le percutía en el ánimo desde hacía más de seis décadas. Allí encontró a las personas imprescindibles para cumplir el sueño, asegura.

“Sin el compromiso y la ayuda de los docentes y de mis hijos, creo que todo lo hermoso que estoy viviendo en estos momentos hubiera sido imposible”, valora y agradece con emoción.

Rosa confiesa que más de una vez sintió que no alcanzaría la meta. Que le faltaban fuerzas para mantener el paso. Que todo era una ilusión. Una utopía.

“Hubo momentos en que me sentía cansada y pensaba en abandonar; mandar todo al tacho. Pero ahí estuvieron ellos para contenerme. Para evitar que me cayera”, reconoce. “‘¡Vamos que podés!’ ‘¡Ya casi está!’ ‘¡Falta poco!’, me decían. No podía fallarles ni fallarme”, trae a la memoria.

Rosa no sólo alcanzó la meta que se había propuesto, sino que lo logró de una manera notable. Consiguió el triunfo con un promedio general de calificaciones de 9,82.

Una alumna distinta

“Desde el primer día mostró que era una alumna distinta. Que el proceso de aprendizaje no le costaba para nada. Que tenía una base importante”, cuenta Moira Ferrero, directora del bachillerato y profesora de psicología social y sociología del instituto.

Encontró la explicación en los antecedentes escolares de la estudiante. Rosa había cursado hasta tercer año en la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano.

“Hice primer año cuando el colegio funcionaba en la escuela Garzón Agulla, y segundo y tercero, en el San Buenaventura de la calle Corrientes, en el Centro”, apunta. Recuerda, también, que en ese tiempo los prácticos de anatomía se hacían en el gabinete del Colegio Monserrat.

Asegura que tenía el promedio más alto del curso y supone que si hubiera seguido estudiando quizá la portación de la bandera hubiera sido el reconocimiento final a su esfuerzo.

Dolor y deserción

Dos fueron las razones de la deserción a mitad de camino: el convencimiento obstinado de su padre de que el lugar de una mujer no estaba en la escuela sino en el hogar, al lado de su marido; y su casamiento, a los 19 años.

“Mi papá era inmigrante sirio. Dejó su país corrido por la hambruna después de la Primera Guerra Mundial. Se radicó en San Vicente y se ganó la vida como vendedor ambulante y trabajando en una panadería modesta hasta que pudo poner su propio almacén. Decía que lo único que una mujer debía aprender en la vida era a cocinar, a lavar, a limpiar y a ocuparse de las tareas de la casa”, reseña.

“Eso me causaba mucho dolor porque lo que más deseaba yo era estudiar y no podía”, comenta.

Trae a la memoria dos recuerdos “hermosos” de su infancia en la “República”: las clases y los juegos durante los recreos en la escuela Presidente Rivadavia (donde cursó la primaria) y el desfile colorido y ruidoso de las carrozas y las murgas por las calles principales del barrio, en las noches de Carnaval.

Las obligaciones familiares, la crianza de sus tres hijos y el trabajo como administradora del comedor del Paicor de la Escuela Juan XXIII, de barrio Nicolás Avellaneda, demoraron su intención de completar la secundaria.

Calmó las ansias por la asignatura pendiente acompañando de cerca los estudios de sus tres hijos. “Perseveré mucho para que ellos fueran algo en la vida gracias al estudio y traté de inculcarles siempre la importancia de estudiar para progresar en la vida. Por eso me hace muy feliz que hayan logrado ser profesionales”, reconoce.

La mayor de la prole es contadora; la del medio, médica, y el menor del trío, ingeniero en sistemas.

Además, Rosa templó el ánimo aprendiendo idiomas: hizo cuatro años de francés en la Escuela de Lenguas, cinco de portugués en el Programa Universitario para Adultos Mayores (Puam) y dos años de inglés en el Centro de Promoción del Adulto Mayor (Cepram).

“Tuve que dejar inglés porque para ir desde mi casa en Crisol Norte hasta barrio General Paz tenía que tomar dos ómnibus. Y por mi edad y algunos problemitas de salud que tengo, me resultaba muy pesado”, explica.

“Pero no hay mal que por bien no venga: dejé inglés y empecé en el BAC”, dice y remata la ocurrencia con una sonrisa tímida.

“Al saldar la deuda por la asignatura pendiente siento que me saqué una espina que tenía clavada en el alma desde hace muchísimo tiempo”, describe la sensación. “Ahora me voy a tomar un tiempito para descansar y ver cómo sigo”, concluye, feliz.

“Al saldar esta asignatura pendiente, siento que me saqué una espina que tenía clavada en el alma”.

Fuente: La Voz del Interior. La Voz del Interior