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Argentina campeón del mundo!!!

Con un Messi celestial y con un equipo guapo, noble, querible, “idolatrable”, inolvidable, el seleccionado argentino se coronó tras vencer por penales a Francia en la final. La Albiceleste es tricampeón mundial.


Ya está… le pega Gonzalo Montiel y se infla la red y se desactiva el sufrimiento. Y estalla la luz. Y hay un resplandor que brota en las gargantas en forma de grito de gol desaforado, enfurecido. Y hay un violento electroshock en los corazones maltrechos por un partido sin piedad, al borde de terminar en una derrota destructivamente cruel. Y entre la humedad de las lágrimas se ve a un grupo de jugadores yendo descontrolados a abrazarse entre sí para (en definitiva) abrazar a todo el mundo, que es su mundo, el mundo argentino, el de Argentina campeón del mundo.

Y ya está pero no está. Sigue pareciendo que ese final feliz es una fábula. Que no está pasando lo que está pasando. Y entonces se da la ratificación de que no es un sueño, que el sueño se hizo realidad. Es cuando sucede el beso. Un beso que es amor, que no es rencor. Es Lionel Messi yendo a recibir el premio de mejor jugador del Mundial y, de pasada, deteniéndose un segundo para darle un piquito al trofeo más anhelado del fútbol, ese que está imponente en una tarima esperando ser levantado por el capitán.

Ese beso es el instante mágico del fin del maleficio, el fin de las amarguras. Es el momento de la verdad, de la más dulce y linda verdad, la que emociona, la que conmueve, la que enamora. Es Argentina campeón del mundo. Así, CAMPEÓN DEL MUNDO con mayúsculas. Con todo. Con todos.

Con Messi celestial en su último acto en el máximo torneo de la Fifa. Con un equipo guapo, noble, querible, “idolatrable”, inolvidable. Liderado por el mejor Messi de todos los Messi, el Messi gritón, gruñón, contestatario, peleador, gambeteador, goleador, asistidor y encantador.

A los 35 años, maduro y experimentado, Messi se mantiene siendo un nene eterno que solamente quiere jugar a la pelota. Que lo demuestra al ir por ese trofeo bendito y luminoso sin actitudes contestatarias por aquellos días en los que se lo comparaba con Diego Armando Maradona. Y eso que él nunca anheló estar encima de ese mito, sino a su lado, cerca.

Y ahí está Messi. Siendo bandera, siendo tatuaje, siendo estandarte, siendo leyenda. La leyenda del crack que se bancó temporadas de derrotas para, en dos años, ganar todo lo más lindo que se podía ganar: Copa América 2020, Finalíssima 2021 y Mundial 2022. Messi y Argentina en la cima del mundo después de escalar un Everest en Qatar. Cuya cima fue de una exigencia sin precedentes ante la Francia del monstruoso Kylian Mbappé.

Ganaba el equipo conducido por Lionel Scaloni 2-0 después de un primer tiempo de antología en el que alcanzó la ventaja por los goles de Messi (de penal) y Ángel Di María. Lo iguala Mbappé en una ráfaga sobre el final. En el suplementario, otra vez Messi adelanta a Argentina y, sí, otra vez y a poco del final, lo empata Mbappé de penal para que la definición se extienda a los penales. Argentina había sido más que Francia. No merecía tanto drama para ser campeón. Pero era así, dramático. “Dibu” Martínez ataja uno, los europeos erran otro y los albicelestes no fallan ninguno de los tres primeros remates. Y llega Montiel. Y el grito. Y el llanto. Y el descreimiento de que estaba pasando lo que estaba pasando hasta el beso de Messi.

Después sí, todo se transforma en un torbellino emocional. El emir Tamim bin Hamad Al Thani le pone una capa árabe a Messi. Gianni Infantino, el presidente de la Fifa, le dice algo al oído. Claudio Tapia, el presidente de la AFA, lo abraza entre lágrimas. Y ahí va Messi, solito, separado por centímetros de ese objeto de deseo que es la copa. La mira. La copa se deja mirar. La alza. La copa se deja alzar. La vuelve a besar. La copa se deja besar. Y listo: todo se va de control. Nadie entiende nada. En el estadio se expande un griterío entre videollamadas telefónicas de gente que no se escucha y apenas puede reconocerse. Es la noble acción de compartir la felicidad mientras Messi le comparte la copa a sus compañeros, los que hicieron de la selección un equipo y un grupo. Los De Paul, Di María, Otamendi, Martínez (“el Dibu” y Lautaro), los “nuevos” como Julián Álvarez, Enzo Fernández y Alexis Mac Allister. Todos.

El equipo-grupo salió de un arranque de campaña destructivo: la derrota 1-2 ante Arabia Saudita. Y se escapó de las ataduras ganando con el pecho y con la cabeza ante México y Polonia (ambos por 2-0 y minimizando a sus rivales) para quedar líder en el Grupo C. Con las mismas virtudes, se impuso 2-1 a Australia, aunque sobre el final mostró “el defecto” que armó el (otro) drama con Francia: el quedo cuando tenía la ventaja. Y lo del quedo le sucedió otra vez con Países Bajos, en los cuartos de final: ganaba 2-0 y terminó yendo a los penales. Sólo en semis en el 3-0 ante Croacia y con un Messi sublime, el equipo-grupo se regaló el placer de un partido sin padecimientos.

El equipo-grupo también solventó los avatares de una final que podría haber terminado en depresión masiva y finalizó en lo opuesto: una secuencia de festejos que incluye feriado nacional. El equipo-grupo terminó bañándose de gloria con sus familias en el campo de juego del Lusail y cantando a la par de la hinchada, unas 35 mil personas.

El equipo-grupo se fue del estadio Lusail con Messi encabezando una fila india en la que levantaba la copa y no paraba de adorarla. El equipo-grupo iba golpeando la cartelería de la zona mixta de la Fifa en un tren de frenesí que se expandía al grito de “dale campeón”. Ahí la prensa esperaba sus testimonios. El equipo-grupo estaba declarando con ese cántico, con ese Messi llevando la copa. Y ya está…

Ya está bordada la tercera estrella encima del escudo de la AFA. Ya está la foto de Messi siendo llevado en andas por la gente y con la copa mirando al cielo, al Diego. Ya está… Argentina campeón del mundo. Ya está…