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60 años del Pequeño Cottolengo de San Francisco

“Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?… Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,37-39.40).

Queridos hermanos y hermanas:

Sin ninguna clase de temor, y con gran alegría en el corazón, podemos decir: ¡El Señor está aquí! Aquí, entre nosotros, en este rincón sagrado de nuestra ciudad y de nuestra diócesis, está Jesús, están sus manos, su rostro, su cuerpo, sus heridas y su corazón manso y humilde.

Eso es el Cottolengo de San Francisco: un lugar sagrado, donde el Señor vuelve a mirarnos y a atraernos con su presencia, siempre humilde.

¿Nos hemos dado cuenta ya que Jesús jamás violenta a quienes llama a su seguimiento, a quienes quiere revelar la misericordia y ternura del Padre?

Aquí está Jesús, porque aquí están sus hermanos más pequeños.

Pero también, porque aquí, Jesús vuelve a mostrar su rostro de Buen Samaritano y de Servidor del Padre.

Por eso, para nosotros, especialmente para quienes somos parte de esta Iglesia de San Francisco, el Cottolengo es verdaderamente una escuela de Evangelio.

Es decir, aquí aprendemos a vivir la misericordia, el consuelo, el abajarse para servir, el sentido profundo de la dignidad humana. En definitiva, a ver el mundo tal como lo ve el Padre, con sus mismos ojos y, sobre todo, con sus mismos sentimientos de ternura y compasión.

Aquí, Jesús, despojado de poder, nos enseña sin demasiadas palabras lo que significa amar como Él ama, como el Padre ama, como el Espíritu se derrama en nuestros corazones.

Por todas esas razones, aquí también aprendemos la lección de la santidad según el Evangelio.

“Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo… Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor” (Lv 19).

No es separación, ni altanería, ni distancia, ni complicación.

Es vida entregada, cada día, incluso levantándonos de las caídas, rehaciendo con paciencia y perseverancia la decisión de reconocer a Jesús en el rostro de nuestros hermanos más pequeños.

Hace sesenta años, el 14 de marzo de 1959, iniciaba su caminar el “Pequeño Cottolengo de San Francisco”. Lo hacía, gracias a la generosidad de una familia -los Boero- y con el impulso del carisma de San Luis Orione.

Antes que naciera la diócesis de San Francisco, la santidad de Cristo encarnada en Don Orione, el carisma que le había regalado el Espíritu y que animaba la vida de sacerdotes, religiosas y laicos, ya estaba abonando el terreno para que, solo un par de años después fuera erigida la nueva diócesis.

De entonces hasta hoy, nuestra Iglesia diocesana se ha visto enriquecida por este carisma y por la vida que de él brota.

Estamos aquí para dar gracias por ello.

Pero, a la acción de gracias por lo que Dios nos regala ha de seguirle una respuesta, cada vez más lúcida y consciente de parte de su Iglesia.

¿Qué llamada de Dios sentimos surgir desde este lugar? ¿Qué le dice a nuestra ciudad, a nuestra Iglesia diocesana, a nuestras comunidades?

Me animo a decir que el Cottolengo, regido por los Orionitas, sin embargo, forma parte de la familia espiritual de cada comunidad cristiana de San Francisco.

Incluso más: la misma sociedad sanfrancisqueña no puede comprenderse a sí misma si no vuelve su mirada hacia este lugar, al que se destinan, día a día, recursos, energías, entrega, fidelidad, en definitiva, amor concreto y eficaz.

La ciudad de San Francisco necesita del Cottolengo, tanto o más de cuanto el Cottolengo necesita de los sanfrancisqueños.

Cada uno de nosotros ha de responder a la pregunta: ¿Qué llamada de Cristo viene para mí desde este lugar?

Pero, como pastor, no puedo dejar de insinuar lo que creo que es la moción del Espíritu a nuestra Iglesia, a las comunidades cristianas de nuestra ciudad y a la misma sociedad sanfrancisqueña.

Acabamos de iniciar el Año Misionero Diocesano con el lema: “Con vos María, misioneros del Evangelio”.

El Espíritu nos está moviendo a salir, a dejar la comodidad de lo conocido y a ponernos a caminar. Y a hacerlo juntos.

Desde su nacimiento, y a lo largo de toda su vida, el Pequeño Cottolengo de San Francisco ha puesto en movimiento a nuestra comunidad, mostrándonos el rostro más genuino de la misión que impulsa el Espíritu y que es la esencia misma de la Iglesia: pasa por la vida de las personas, por el cuidado de lo más débiles y vulnerables, por el hacernos cargo de la fragilidad de nuestros hermanos.

Desde aquí, nuestra ciudad tiene que recuperar su alma, su espíritu, la mística de sus orígenes.

No es la mera acumulación de bienes. Tampoco el bienestar individual. Menos aún la voluntad de poder o el deseo de figurar.

Jesús nos sigue diciendo desde aquí: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25,40).

Sigamos escuchando su llamada.

Como lo hizo María. Como lo hizo Don Orione.