El problema de Javier Milei es de concepción: confunde consenso con claudicación
OPINIÓN – Por Eduardo Reina – Especial para DSF
Gobernar a los golpes puede encender aplausos en redes sociales, pero en la política real —la que se juega en provincias, municipios y legislaturas— solo produce parálisis.
La semana pasada, en las charlas informales con gobernadores, quedó expuesto un diagnóstico común: el gobierno de Javier Milei tiene enormes dificultades para avanzar en entendimientos políticos. No se trata solo de números o de votos en el Congreso; se trata de confianza. Y la confianza se construye cumpliendo lo acordado, no cambiando las reglas de juego cada dos semanas.
Muchos mandatarios provinciales recuerdan que, durante meses, habían tejido compromisos con Santiago Caputo, un interlocutor discreto que entendía los códigos de la política y buscaba generar un marco de previsibilidad. Pero esos acuerdos fueron dinamitados de un plumazo por la motosierra torpe, bruta y caprichosa de Lule Menem y Karina Milei, quienes desoyeron lo pactado y eligieron el camino de la imposición y la confrontación.
Las elecciones de ayer en Corrientes marcan un antes y un después para el gobierno de Javier Milei. No solo por el resultado en sí, sino porque expusieron crudamente lo que en privado vienen diciendo los gobernadores desde hace semanas: el oficialismo tiene serias dificultades para avanzar en acuerdos políticos.
En cada charla reservada, la frase se repite como un mantra: “Lo que te prometa el gobierno, no lo va a cumplir”. Y la política, más allá de ideologías o discursos incendiarios, se sostiene en pactos de confianza. Esa confianza se construye cumpliendo lo acordado, no cambiando las reglas de juego cada dos semanas.
El resultado está a la vista: quiebres con aliados potenciales, desconfianza generalizada y, en el terreno electoral, un fracaso rotundo en Corrientes. Sin territorialidad, rascando apenas el fondo de la olla y despreciando los consensos, no hay relato que alcance. Gobernar a los golpes puede encender aplausos en redes sociales, pero en la política real —la que se juega en provincias, municipios y legislaturas— solo produce parálisis.
La historia argentina ofrece ejemplos sobrados de lo que ocurre cuando un presidente se confunde. Fernando de la Rúa creyó que podía sostenerse con un círculo mínimo de poder y terminó aislado, con el estallido de 2001, como consecuencia. Raúl Alfonsín, pese a su enorme legitimidad democrática, chocó con la economía y con una oposición cerrada que no quiso negociar, lo que lo llevó a entregar el poder antes de tiempo. Incluso Carlos Menem, con todo su poder en los noventa, debió ceder espacios y tejer pactos —como el Pacto de Olivos con Alfonsín— para asegurar gobernabilidad.
Quien se encierra, pierde
Mauricio Macri y su derrota en 2019 no fue solo un traspié electoral: fue la confirmación de que el “círculo rojo” que lo rodeaba —empresarios, estrategas de marketing, consultores— vivió en una burbuja, creyendo que los mercados podían reemplazar la sensibilidad social y que la gestión se resumía en números de Excel. El resultado fue la lenta desintegración de su liderazgo. Macri creyó que con marketing y discurso alcanzaba. Descubrió demasiado tarde que la política argentina exige algo más: volumen, estructura y, sobre todo, empatía con una sociedad que no perdona la soberbia ni la indiferencia.
Hoy los gobernadores oscilan entre “algo de amor”, “mucho amor” o el desamor total, con un impulso de despegarse completamente del experimento libertario. La mayoría juega por el medio, midiendo hasta dónde conviene acompañar y hasta dónde conviene tomar distancia. Pero todos coinciden en un diagnóstico: las líneas de juego cambiaron y nadie sabe cuáles serán las reglas mañana.
El problema de Milei es de concepción: confunde consenso con claudicación, cuando en realidad es la única condición de supervivencia de un proyecto político en democracia. Presidentes que pensaron que podían gobernar con decretos, gritos o gestos teatrales terminaron igual: desgastados y con una sociedad mirando otra película.
Los cambios poselectorales parecen cantados: nadie cree que puedan corregirse los mismos errores con la misma gente. Allí se jugará el gran desafío. ¿Dará paso a la estrategia de Santiago Caputo —cuyo núcleo cercano ya paladea la derrota como victoria propia— o seguirán cargando sobre sus hombros las sospechas de corrupción en torno a Karina y compañía? ¿Habrá un chivo expiatorio que vuele por los aires para calmar las aguas?
“La única verdad es la realidad”, decía Juan Domingo Perón. Y la realidad muestra que, si el oficialismo persiste en la tozudez y en la falta de política, muchos ya empiezan a pensar en el posmileísmo y comienzan a garabatear planes y nombres, porque, a este ritmo, hasta sus propios aliados dudan de que el gobierno tenga futuro de larga duración.